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44 Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona: Omar Sosa y Paolo Fresu con Cristina Pato

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Omar Sosa y Paolo Fresu con Cristina Pato
44 Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona
Luz de Gas
30 de octubre de 2012

Omar Sosa se ha hecho ya una presencia casi ineludible en el panorama jazzístico barcelonés. No sólo cuenta el hecho de que sea un músico que reside en la ciudad y vea en ella crecer a su familia, sino que las últimas citas del Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona ya no se entenderían sin sus apariciones. Todavía llegan ecos de la actuación del pianista cubano junto a Paolo Fresu en la edición de 2011, donde ofrecieron un adelanto de Alma (Ota Records, 2012), el disco que ahora presentan sin Jaques Morelenbaum pero con el añadido intrigante de la gaitera Cristina Pato, a petición de los organizadores.

Los tres se han convertido en embajadores honorarios del Festival, y a eso mismo venían, a devolver el gesto con el ofrecimiento de lo que mejor saben hacer. El pianista ha escrito que su aproximación a la música del trompetista sardo la entiende como la mezcolanza natural de "dos mundos musicales que provienen de diferentes vertientes y son capaces de entenderse como si fuesen salidos del mismo cuenco." Dialogar, comunicar, convivir, eso siempre lo ha tenido el jazz, que ha contado además para su supervivencia con la honestidad de los artistas y el calor de un público siempre apasionado. Fresu, por su parte, ya no tiene nada que demostrar: su trompeta es caleidoscópica, así como su presencia en tantos proyectos en apariencia dispares. Este año es protagonista de una Carta Blanca, tres conciertos en los que demostrará por qué es tenido como un europeo itinerante de valía (tras su encuentro con Sosa se espera la cita con el Quartetto Alborada (L'Auditori, 11 de noviembre), la improvisación sobre cata de vinos en la Monvínic Experience de este año (12 de noviembre) y el blindfold & winefold test de DownBeat (13 de noviembre).

Mucho de esa conexión pudo verse, más clemente y atractiva que lo que la lluviosa noche barcelonesa deparó a los motoristas. Cincuenta minutos de concierto con la lección aprendidísima y muchas ganas de gustar a un público que no llenó la sala, pero que vivió la aventura propuesta como si fuera el concierto de sus vidas. Había ganas de jazz, de fiesta. La melancolía que en muchos momentos tiñó la actuación sólo propició momentos para la ensoñación, no así para el llanto imaginario por tantos pesares cotidianos que, esta vez más que nunca, compartían los músicos y el respetable. Pronto Sosa fue a por todas, rebuscando en las entrañas del piano, tecleando y percutiendo, reinventando matices sin freno. Efectos electrónicos, un Fender Rhodes para la mano izquierda, otros tantos botoncitos luminosos que encontraban sus réplicas en los artefactos que traía consigo Fresu, no sólo en el intercambio entre fliscorno y trompeta, también en las múltiples alteraciones, sostenidos, reverberaciones y demás motivos atmosféricos. Las luces parpadeantes no hacían olvidar que los pantalones de cuadros nunca se llevaron bien con las camisas estampadas, atuendo elegido para la ocasión por el sardo, pero el vestuario actuaba como un led más (la chilaba de Sosa compensaba el desatino del atuendo de su pareja escénica). Es el sempiterno debate entre la forma y el fondo: ante la duda, equilibrio horaciano.

Media docena de temas, con migajas de blues milesiano y aires de Americana dieron paso a un vendaval inesperado. El mundo del jazz ha visto casi de todo en asuntos instrumentísticos, desde los inventos de Roland Kirk al arpa de Dorothy Ashby y desde la zanfoña al piano de pulgar. Lo que todavía andaba lejos de los parámetros jazzísticos es la incorporación de la gaita y la flauta gallegas. Ahí es donde se rindieron estos maestros. Ver llegar a Cristina Pato fue tan extraño como imaginar a Salma Hayek con un bolso de fantasía bajo el brazo mientras pone en orden sus nunchakus talla extra. La artista estrenaba cita y la sumaba al galardón que la consigna como Gallega del Año, en reconocimiento por haber llevado un instrumento tan singular como la gaita a festivales como el de Tanglewood y a locales como el Carnegie Hall. Pianista clásica de formación y gaitera por tradición familiar, Cristina Pato es colaboradora habitual del Silk Road Ensemble liderado por Yo-Yo Ma (el próximo 15 de enero del 2013 presentará en el Jazz Standard de Nueva York, en un concierto coproducido por el Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona, su primer disco íntegramente jazzístico, Migrations). Si además decimos que toca el pandero, canta y no tiene reparos en mostrar su poderío escénico, el asunto pasa de la simple sorpresa. Desde hoy no creo que nadie se atreva a decir que una gaita no es sexy, deshaciendo para siempre el oxímoron entre ambos términos.

Cayó algún danzonete, más de una muñeira, guaguancós mezclados con celtismos, y pasajes electrónicos que amenizaron la velada. Fuera seguía la lluvia, pero poco importaba. Eso sí, si uno cerraba los ojos por un momento, descubría que la asociación propuesta por los organizadores no cuajaba del todo. Lo cierto es que la gaita se impone (se come, valdría decir) a todo lo que la rodea. Cuando Pato la apartó y se decidió por la flauta, todo pareció fraguar mejor dentro de ese "cuenco" del que hablaba Sosa. Con la gaita, la vecina del Village neoyorquino parecía por momentos una suerte de transfiguración volcánica del guitar hero, y los agudos tenían un efecto tempestuoso para sus compañeros de escenario. Resulta difícil hermanar la gaita con lo jazzístico, o tal vez sea que todavía el oído se resiste a tales fraternidades. Música, eso sí, hubo a raudales. El público así lo entendió, pues no renunció en ningún momento a demostrar que estaba allí para dar el visto bueno al encuentro, y a apostar por la cultura, se cruce quien se cruce. También el trío inédito lo dejó patente en sus bises, más sinceros que obligados. El concierto, finalmente, se convirtió en metáfora de lo que se ha impuesto el festival: una puerta propicia para experiencias poderosas, consagraciones que se dan la mano con osadías inaplazables. Vamos, lo que debiera tener cualquier manifestación cultural que se precie si desea pervivir en el tiempo y hacerse memorable. El de la Ciudad Condal hace ya tiempo que lo ha conseguido. 44 veces, para ser exactos.

Fotografía: Lorenzo Duaso

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