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Maria Schneider Orchestra en el 43 Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona

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Maria Schneider Orchestra
43 Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona
Palau de la Música Catalana
Jueves, 20 de octubre de 2011

Quienes conocían la leyenda contaban que una chica de Windom, en las profundidades agrarias de Minesota, había conquistado territorios vetados a su condición humana. Pregonaban que Maria Schneider, nombre por el que todavía se conoce a aquella chiquilla, tenía la facultad de volar y de hacer volar a todo el que anduviera por sus dominios. Muchos cuentan que es desde lo alto cuando les eran mostradas las verdades que se desprenden de las acrobacias de la muchacha; otros, en cambio, insistían en permanecer en el suelo, como si necesitasen aferrarse a la tierra para vislumbrar de lo que son capaces cuando Maria Schneider inicia su andar. De lo que no dudan es de que a su vera todo parece posible. Y posible, desde luego, es ver cómo consigue transportarse a una orquesta de 17 músicos y mostrar sus ocurrencias a través de cada uno de los instrumentos de sus acompañantes de forma tan fluida. Pero la leyenda jamás habló de que también supiera bailar.

Con atinado gesto, los responsables de poner en pie el 43 Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona quisieron engrandecer la leyenda y otorgaron a Maria Schneider la Medalla de Oro del festival (la cuarta tras Bebo Valdes, Wayne Shorter y Sonny Rollins). Habrá que observar que el tino no está sólo en reconocer que la orquesta que dirige la compositora y arreglista es considerada la mejor del planeta, sino en reconocerlo en el momento justo. Quid pro quo, ella confesó que se encontraba en su ciudad favorita y en su sala de conciertos predilecta desde que la disfrutara en 2003 al frente de la Danish Radio Big Band junto a Ivan Lins y Toots Thielemans, aunque esa noche iba a ser la primera en compartirla con su propia orquesta, con la que iba a proyectar un concierto panorámico a petición del festival en el que ya había actuado con su banda en otras dos ocasiones, pero nunca en el Palau. Así, fueron cayendo las piezas que han hecho de ella, año tras año, la mejor orquestadora del mundo.



La noche empezó con "Green Piece" (Evanescence, Enja, 1994), una composición casi programática de lo que vendría más tarde: algo así como la historia abreviada de la disolución del swing, con los miembros de la banda jugando de forma elástica con los límites de lo jazzístico. Sobresalió el saxo barítono del poliédrico Scott Robinson, que trajo a la memoria al mejor Serge Chaloff. También el tenor de Rich Perry tuvo algo bueno que decir, momento en que se impuso la reflexión de si Schneider sería capaz de dar la libertad necesaria a sus colaboradores para que surgieran momentos como el "Diminuendo in Blue and Crescendo in Blue" de Duke Ellington o el "Idle Moments" de Grant Green, donde la magia surge precisamente en lo espontáneo, en lo no escrito, en el olfato para intuir el prodigio que se fragua sin aviso.

Eso que podría llamarse control desbocado todavía queda lejos de la directora, y no sabe uno si debería surgir. La música de María Schneider es de otra galaxia. Utiliza la orquesta de jazz para construir su mirada sobre el mundo, y tanto le da si en la sombra está Gil Evans o Maurice Ravel, pues lo que le importa es el vuelo, no la herramienta. El trayecto llegó hasta Río de Janeiro, momento para atacar el romance con "Choro Dançado" (Concert in the Garden, ArtistShare, 2004) y la nueva (inédita en disco) "Lembrança," con el recuerdo puesto en las experiencias brasileñas de Schneider junto a Paulo Moura, con quien comparte el convencimiento de que la música que verdaderamente importa es la que te ayuda a vivir, a sobrevivir. Desde luego, los solos de acordeón de Gary Versace (lo veremos próximamente en Barcelona al piano junto a Madeleine Peyroux) ya son de obligada necesidad en la orquesta de Schneider.

Como la propuesta del festival auspiciaba la revisión del repertorio de Schneider, le llegó el turno a "Gumba Blue," un regreso ortodoxo a las raíces del jazz, a la cuna terrenal del género que también se encuentra en Evanescence. La ocasión propició el lucimiento de los trombonistas Ryan Keberle y Bart van Lier, cada uno en su estilo, pero ambos muy festivos, que era lo que requería la música. Ya sobrepasado el ecuador de la actuación, llegó la sorpresa de "Thompson Fields," otro de los inéditos de la velada, donde se confirmó que la belleza siempre puede esperarnos al doblar la esquina más insospechada. La pieza bebe de las fuentes de la americana, pero despunta hacia territorios de extrañeza, etéreos, de enorme vastedad y luminosidad cegadora, no cabe aquí exageración, sino constatación sincera. La remembranza de la infancia en Minesota de la artista acercaba la composición al Travelogue (Nonesuch, 2002) de Joni Mitchell, y ampliaba la conexión a Beyond the Missouri Sky (Verve, 1997) de Charlie Haden y Pat Metheny, hermanado con el American Dreams (Gitanes, 2002) del mismo Haden, esta vez junto a Michael Brecker, e incluso se atisbó la alargada sombra melancólica que Randy Newman imprime en The Natural (Warner Bros, 1984). En cuanto a los solistas, ya sabíamos que Ben Monder era grande, pero el solo que dejó caer con su intervención pasará sin duda a la historia del festival. Fueron unos minutos, pero todos supimos con certeza lo que quería contarnos Maria Schneider a través de él. Frank Kimbrough, por su parte, supo interpretar con maestría los designios de la compositora, pero es que a Monder se le tenían muchas ganas.



A estas alturas de concierto uno ya intuye que dar inicio oficial a un festival de jazz con ese listón supone un riesgo, pero hay al mismo tiempo una ventaja, la que obliga a mantener la cuota de asombro, la que dice que el límite es la imaginación (y el dinero de los promotores). Donny McCaslin, que hace de la excelencia un valor más humilde que unas zapatillas de mesa camilla, se abrió paso y puso los acentos a "Hang Gliding" (Allegresse, ArtistShare, 2000). Como los placeres que se extienden en el tiempo dejan de ser placeres, el concierto llegaba a su fin. El bis de "Sky Blue" (Sky Blue, ArtistShare, 2007), con el despliegue del soprano de Steve Wilson y los ecos musicales de Alan Menken, cerraba un concierto que pasó a convertirse en toda una declaración de intenciones en la que se apostó decididamente por la vida.

¿Puede una actuación convertirse en un asunto moral? La respuesta deberá ser afirmativa si se entiende que gracias a ella el Bien prevalece sobre el Mal. Habrá que ir pensando si el gesto de programar músicas tan poderosas como las de Maria Schneider y los suyos pueden resultar cruciales para el devenir de la humanidad. Dos horas bastan para confirmar la Teoría del Caos: el vuelo de una mariposa puede desatar huracanes. A la galardonada directora le es muy cercano el vuelo, recrea con paisajes sonoros los geográficos para convertirlos en experiencias vitales, ya sea en Minesota, en Río o en Barcelona. Sabíamos que volaba con su música. Lo que no podía imaginarse uno es que también bailase. Los gestos de Maria en el escenario son pura coreografía, bien lo saben sus músicos, que reaccionan ante el más leve movimiento. No en vano, su despacho lo preside la fotografía de la bailarina Sylvie Guillem. Desde ahora, la leyenda cuenta que en el Palau danzó un ángel, movió sus alas, y en el otro extremo unos terroristas depusieron las armas y un dictador encontró su fin de un modo tan aciago como el destino de los que venían sufriendo sus despóticas maquinaciones. Nadie duda de que Maria Schneider gobierne su orquesta, pero en el método de mando reside el secreto de las bonanzas del resultado. Ya ven, no es sólo una lección musical, es un modo de vivir. Qué suerte la del otro día.

Fotografías: Lorenzo Di Nozzi (www.lorenzodinozzi.com)

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